Viaje atípico a la periferia queretana
- Mar Marín
- 20 nov 2019
- 5 Min. de lectura
Autores: Mar Marín y Luis Gavinha
“¿Quieres caca?”, dice Mauricio sin soltar la mano de Luis. Ofrecía una bolsa tubular de cacahuates japoneses. “Asa, ¡te asustaste!”, bromea orgulloso de su chiste —como tío feliz al engañar a los sobrinos—.
Era viernes. El campus se comenzaba a despoblar y anunciaba el inicio del fin de semana.
“¡Vamos al Under! ¡Van a tocar unas bandas emergentes bien chidas!”: dice Mauricio. El joven muestra el rótulo del evento a través de la pantalla agrietada de su celular. No se alcanza a leer. Luis observa la imagen y dirige su mirada al precio del cover. No cree lo que ve; duda. “¡Anímate, también va a ir La Krpa!”.
Luis, sin saber cómo negarse, dice: “déjame pensar, te aviso como a las nueve”.
¿Ir o no ir? Su mente se debate entre la desidia de salir un viernes por la noche. Al llegar a su departamento, se queda dormido en el sillón. El reloj marca las 9 de la noche. Entre sueños, escucha el tintineo del teléfono. Su sueño se corta abruptamente.
“¿Ya estamos afuera, ¿vienes o qué?”, vociferan sus amigos. Mauricio se encuentra acompañado por Pepe —conocido en el mundo subterráneo como Pepe Chairo o La Krpa—. Luis se levanta. Tiene la mirada desenfocada y los pies hinchados por culpa de los zapatos que olvidó quitarse antes de dormir. Hace unas horas se había desplomado como boxeador en su último round.
Abre la puerta de su departamento con dificultad. “Ya, hombre. No te fresees, es algo tranqui”. Lo repetían una y otra vez. Luis pensaba que parecían una pareja de mormones; esperando al pie de la puerta y enfrentando al vecino dispuesto a cerrarles la puerta en la cara un sábado por la mañana.
Luis no quería ir. Fácil, por falta de dinero. Como buen estudiante foráneo, los fines de semana son considerados particularmente difíciles. Ese día viernes llegaba con la reserva de efectivo para gastar el mínimo. Sin embargo, su conciencia social renovada y las ganas de una buena anécdota con Pepe y Mauricio sirven para que Luis abdique en favor de su plan.
La incógnita de decidir cómo llegar al recinto se presenta. La opción más viable es irse en Uber; el lugar estaba bastante lejos para llegar a pie. Entre los tres dividen la tarifa. “¿Calle San Miguel? ¡Ah sí, suena que está por el centro!”, afirma Pepe que además ha mencionado varias veces estar emocionado porque una de sus bandas queretanas favoritas se presentará esa noche: Acuarela.
El tránsito por la avenida Epigmenio González llama la atención de Luis. El auto no parece dirigirse a la zona centro de la ciudad. El cruce se transforma. La avenida 5 de Febrero queda atrás. El paisaje cambia. Un cartel parece darle la bienvenida a los tres amigos a la zona industrial Felipe Carrillo Puerto. Las luminarias comienzan a bajar su intensidad, las calles se estrechan y los grafitis comienzan a ser cada vez más comunes.
“Óyeme, Pepe... ¿dónde andamos?”. Más que una pregunta, parece un reproche de Luis. Un tono de asombro y angustia se entremezclan con la incertidumbre que el lugar causa en él. Pepe y Mauricio ríen. Ambos le responden: “No te apaniques. No está tan mal”.
Bajan del coche. Algo parece asombrar a Luis. Se encuentran en una avenida en la que se camina rápido. Los negocios están cerrados. Nadie hace contacto visual. Revisa el mapa de dónde se encuentran; falta adentrarse más en la colonia para encontrar el concierto subterráneo. Caminan entre callejuelas de terracería. Los sentidos de Luis se ponen al tiro, por si algo pasa y debe correr o volar.
“Ja, ja, ja. ¡El Gaviña ya anda todo espantado!”, ríe Mauricio al observar que los pies de Luis apenas tocaban el suelo de lo rápido que caminaba. Una excusa, es todo lo que podía pensar para persuadir a sus amigos de irse. Había decidido ir con ellos sin tener dinero y no podía regresar a su casa.
Llegan al recinto. No parece ser un lugar de conciertos. La puerta del lugar estaba cerrada y no había movimiento en la calle. Los nervios de Luis hacían parecer que era él quien estaba a punto de subir al escenario. La puerta rechina y deja entrever unos chicos vestidos como Ozzy Osbourne; en sus manos un veinticuatro de cervezas. Frente al recinto, Luis reconoce que la entrada del concierto se ajusta a su presupuesto de foráneo: 10 pesos es la cuota de recuperación. Los chicos no dicen nada. Mauricio es el primero en avanzar. Pepe Chairo dice: “Ah, si era aquí. ¿Ya ves? Vente, Gaviña. No pasa nada”.
Nadie registra su visita. No les cobran. Jamás tanta hospitalidad había angustiado a un foráneo.
El recinto es una casa de tres pisos y difícil descifrar para qué utilizaban ese lugar en el día. La planta baja está compuesta por una sala y una cocina de color verde sin ventanas. El segundo piso parece un salón de clases de pole dance para personas alcohólicas. Ésto se anunciaba en el pizarrón con el logo de AA en uno de los extremos. Hay mesabancos, un tubo con una carcasa de madera para colocar un proyector –el cual era inexistente– y un par de tubos para bailar. En el último piso, una sala de conciertos improvisada. La bienvenida la dan chiles bigotones colgando del techo y un muñeco de peluche dotado de un obsceno miembro. El escenario es de cemento, con luces rojas y blancas. Al fondo, una barra se desempeña como bar y mesa para el “ingeniero” de audio. En los costados se encuentran los baños señalados por un letrero azul y ventanas recubiertas de plástico blanco.
El espectáculo tarda. Los amigos deciden bajar y comprar algo de comer. ¿El objetivo? Un Oxxo o algo similar. El camino a la tienda es amenizado por Pepe en un intento de calmar a Luis. “He leído que, sí hay mujeres caminando en la calle en la noche, es un buen indicador de que la colonia es segura”. La avenida no contaba con transeúntes femeninas, a excepción de una cuantas acompañadas por sus parejas. A falta de Oxxo, unas gorditas custodiadas por un perro doberman son la opción. De regreso en el evento, nadie cobra el cover en la entrada nuevamente.
Estación, Ok Bye, Portales y Galess abren el concierto. La gente grita y aplaude. Acuarela sale a rematar el escenario. Luis se atreve a sacar su teléfono y captar el recuerdo, su batería muere. El sudor baja por su espalda y la caguama le sabe a tepache. Cinco canciones cuenta con sus dedos. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Adiós. Ya era medianoche, se retiran. Solicitan el Uber; que llama continuamente en un período de cinco minutos. El conductor corrobora que no se trata de un asalto. Con la mano en el seguro automático los deja subir y sigue el trayecto sin detenerse. La Delegación Felipe Carrillo Puerto se queda atrás y con ello experimentar lugares que comúnmente Luis no iría.
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