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¡Que no se pierda el vaporazo por tradición!

Son las siete de la mañana. Agradezco al conductor de la 79, y bajo en la estación Zaragoza. La prodigiosa voz del Príncipe de la Canción anuncia: “¡qué triste fue decirnos adiós!”. Esa oración despide el trayecto de mi casa al trabajo. La Alameda Hidalgo comienza a despertar. Las puertas que dan acceso a su interior abren. A lo lejos se escucha el clamor de algunos coches al pasar. Mi mente no puede evitar recrear los sonidos de mi travesía cada domingo al cruzar la Alameda. La música estridente del organillero se mezcla con los ruidos melódicos de los afiladores. Aún puedo ver la chimenea de los vendedores de boniatos en sus carros. 


Hoy cumplo 52 años en mi trabajo. Rosa me saluda cuando llego a los únicos e inigualables Baños Alameda. Los de Pasteur, Morelos y Balvanera ya cerraron. Éstos sobreviven —al igual que yo— rodeados de locales de ropa, tiendas de tecnología y puestos de pizza de 15 pesos. Ocultos. Casi olvidados. Hace unos cuantos ayeres, a esta hora, ya encontraba una fila dispuesta a darse el vaporazo. 


El reloj anuncia las 7:05. Rosa y yo somos los únicos en el vestíbulo. 


Ella recibe a los clientes desde hace 50 años. Detrás del mostrador ofrece los distintos servicios. 50 pesos por una regadera individual. El vapor —el consentido del lugar— va desde los 85 a los 110 pesos, dependiendo de si el cliente lo quiere normal o turco —o, si quieren privacidad—. A los clientes se les ofrecen algunos artículos: champú, jabón, crema humectante o zacate. ¡Clinc! El cliente pide un turco. 


El letrero “uso de sandalias obligatorias” da la bienvenida a mi estación. Un pequeño boleto llega a mis manos cuando los clientes se acercan. Recuerdo el desfile de personajes que se formaba para acceder a los baños. Había quienes acudían por darse un pequeño lujo, para otros era una necesidad. Llegaba el albañil de una obra cercana, o el obrero de la fábrica de Hércules. Le seguían los que venían con sus damas; otros si venían con su familia. Cada mes, no podían faltar los teporochitos. “¡Vamos a lavar la tripa más tarde, Félix! Te invitamos un marrascapache”: me decían cada vez que nos visitaban. 


Al acercarse a mi estación, les tendía una toalla y una sábana por boleto. Algunos pedían que les acercará una cerveza fría o una soda. La primera dejaba varios protagonistas involuntarios que, terminaban estirando la pata después de algunas cervecitas en el vapor.


Con toalla en mano, les dirigía por el pasillo recién trapeado. El olor a eucalipto proveniente del baño general inundaba nuestro trayecto a través de los 150 metros de largo del pasillo. El primer cuarto que ofrecía era el número siete cuando pedían un baño turco individual. Un espacio de 3x2, una banca de madera y el cuarto de vapor al fondo. Mosaicos de color amarillo cubrían las paredes dando un tono más acogedor. Siempre recomendaba que, al finalizar, pasaran por la regadera de agua fría, y agregaran un masaje —si querían quedar como zapato lustrado un domingo por la Alameda—. Algunos aprovechaban para pasar por nuestra famosa Fuente de Sodas y deleitarse con las delicias de Don Eugenio en nuestra cocina: “Gracias, Félix. Te encargo un cóctel de camarón y una torta de pierna con quesillo.” 


Me dirijo a mi estación. A mi lado, una caja vacía de madera. Ésta antes contenía 25 campanitas dispuestas a anunciar si un cliente necesitaba algo. ¡Cling, cling! La campana anuncia el baño general. Las risas y albures se escuchan detrás de la nube de vapor. Los hombres se encuentran dispersos en el espacio. Algunos desnudos bajo la ducha. Otros, sentados en los azulejos leyendo periódicos o el tiraje más reciente del Libro Vaquero. Un joven se tambalea junto a mí. “Ese viene amaneciendo de la fiesta patronal”: menciona Jorge —el operador de la caldera—: “por eso se está dando su vaporazo”. 


Recojo las toallas en el suelo. “Félix, tráeme un Tehuacán con sal y limón, y dile a José que ya estoy listo para mi masaje”. Asiento ante Don Juventino Castro, el gobernador del Estado. Algunos domingos nos acompaña para recibir su masaje antiestrés. Como él, varios caballeros al terminar, salen bañados, relajados y perfumados a sus trabajos. 


Regreso a mi estación. El pasillo se encuentra vacío, y me regresa a mi realidad. A lo lejos vislumbro la Avenida Zaragoza. Ésta comienza a llenarse de vida por la multitud que aprovecha para caminar y correr todos los domingos por la mañana. Rosa prende la vieja radio. José José me acompaña nuevamente.

“Me cae que voy a planchar oreja y a penas son las ocho de la mañana”: dice Jorge, bostezando. No hay ni una sola alma en el vestíbulo que no pertenezca a este recinto. Solo estamos nosotros tres. De 250 baños en México, subsisten 45. En Querétaro, solo queda uno. Nosotros tres somos los Baños Alameda que, por tradición popular, se niegan a decir adiós; a desaparecer.

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