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Llame al 911; en emergencias lo van a atender

Después varios baños de agua fría, frijoles tibios y tortillas húmedas de microondas para comer, me había quedado claro que tenía que arreglar la llave del gas. Semana y media duró la cacería: “‘horita sale la unidad para allá joven”: dijo una voz mormada y embustera a primera hora de la mañana por teléfono. 


A cinco días del primer contacto con la empresa de gas, el cilindro no llegaba. Fue preciso llamar en horas en las que no estaba disponible para recibirlo y exponerme a regaños de la jefa de mi oficina. Mientras mis dedos batían las teclas de mi computadora, sonó mi celular: “¿usted es el del pedido del F-10?, le hablamos para que nos dé acceso”: contesta el gasero quién de manera respetuosa acepta esperar unos minutos en lo que vuelo, corro, me acelero desde la oficina para abrirle mi departamento. 


Corro entre hoyos, charcos y lodo duro. Cruzo la calle. Al llegar al fraccionamiento una camioneta de frente ancha ruge tras los barrotes de la puerta; ya se iban. “Buenos días”: grito para reafirmar que soy a quien buscaban y con palabras corteses pido que no se enojen. El hombre sube las escaleras sin empacho e instala el cilindro. “Son 540, patrón”: enuncia mientras saca una nota de la bolsa izquierda de su camisa. Le pago y quedo deseoso de regresar al Tec a comer carne a la parrilla, quesadillas crujientes y chiles toreados.


Regreso al trabajo.  Al oscurecerse, llego derrotado de mi trabajo, pero con la esperanza de tomar una baño caliente para purgar todo el estrés del día. Salgo al patio y la tristeza me embarga, huele a gas. Mi paranoia se dispara. Decido cerrar la válvula y cubrir la manguera con un trapo.


Cinco días más de baños helados y almuerzos a medio cocer.


En mi desesperación sigo el arriesgado consejo de una compañera de trabajo: hablo a protección civil. Primero llamo a las oficinas. En mi mente está la consigna de que si hablo con ellos seguramente al conocer mi caso desesperado mandarán a alguien. “No joven, aquí no recibimos llamadas desas. Llame al 911; en emergencias lo van a atender”.


Con las manos heladas y con el corazón acelerado marco los tres números en mi teléfono. Del parlante sale una voz acelerada que me enerva y me espanta. “No, no... no es una emergencia, pero necesito ayuda; tengo una fuga”: aclaro para no encender las alarmas.


En un lapso de media hora me acosté en mi cama para esperar la ayuda. 


A lo lejos una sirena lloraba. “¿Serán los de protección?”: me preguntaba mirando al techo de mi cuarto. Mi teléfono suena. Son los de Protección Civil, estaban perdidos. Apenado salgo a la entrada de mí fraccionamiento y veo una camioneta por encima del pasto del camellón. “Lo primero que les dije es que no era una emergencia”: digo entre dientes apenado por la situación. 


Protección civil se invita a pasar a mi residencia. Bajan del vehículo tres hombres con rostros serios preguntando si había heridos o gente intoxicada. Ingresan a mi departamento. No parecen entender que no es una emergencia. Con pena, les explico la situación. Uno de ellos me mira, toma su herramienta y aprieta la válvula. Problema acabado.


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